- por Valeria Totongi para el Diario del Juicio
La Escuelita de Famaillá
PH Luciana Cerimele
Una testigo que declaró bajo reserva
de identidad contó que tenía 15 años cuando la secuestraron. Durante todos los
días de su cautiverio en “La Escuelita” sufrió tormentos y abusos. Pasaron 41
años y todavía sufre secuelas.
Faltan
pocos días para que se reinicien las audiencias del juicio por los delitos
cometidos durante el Operativo Independencia. Después de tres semanas de receso
(la primera porque coincidía con los festejos del Bicentenario, la dos siguientes por feria
judicial), vale la pena retomar algunos de los relatos que ofrecieron
valientemente víctimas y sus familiares sobre la brutal represión a la que fueron
sometidos por parte de las fuerzas armadas y de seguridad, antes y durante sus
secuestros.
El jueves 30
de junio declaró, como testigo de identidad reservada (se desalojó de la sala
al público y a los imputados) una mujer que tenía 15 años cuando la patota entró a su casa, en un barrio de La
Reducción. Pasaron 41 años y todavía recuerda con detalle esa noche y las
noches siguientes, las que pasó en el centro clandestino de detención conocido
como “La Escuelita de Famaillá”.
Durante más
de 20 días, sufrió abusos sexuales y tormentos inenarrables. Lo que recuerda es
que tenía frío, que no quería pedir permiso para ir al baño “porque cada vez
que iba me agarraba uno y después otro”, las ganas de morirse con tal de no
sufrir más. Y que, la noche del secuestro, le arrancaron una medallita de oro
que le habían regalado cuando cumplió 15 años.
“Era un
primero de marzo (de 1975). Era carnaval. Era de noche. Estábamos con mi padre,
mis hermanos, mi madrastra. Éramos cinco personas en la casa. Ellos eran muchos,
más de 15. Soldados. Preguntaban por un pariente, que no vivía con nosotros.
Creyeron que yo también era otra persona. Recorrían el barrio buscando gente”,
empieza su relato la testigo.
La patota
entró a la casa con extrema violencia. Estaban borrachos. La violaron. Todos. Le
pasaron electricidad por el cuerpo. A su padre lo golpearon salvajemente, le
perforaron un ojo con un clavo. Entre ellos reconoció a un militar de apellido
Méndez. “Para siempre me quedó un zumbido en los oídos por los golpes. Ahora
tengo un tumor en el estómago. Yo sé que es consecuencia de todo lo que pasé”,
les dice a los jueces del Tribunal Oral Federal.
Con los ojos vendados, la llevaron junto a sus hermanos a “la
escuelita”. “Estábamos en un aula, donde había muchas personas, entre ellas,
una mujer embarazada. Sabía que estaba en Famaillá porque escuchaba que
anunciaban bailes por altoparlantes”, cuenta.
“Se llamaban por nombres en código, como ‘cuervo’ o ‘halcón’, y
yo les pedía que me mataran porque no aguantaba más. Escuchaba gritos y tiros”,
recuerda. Una noche, después supo que había pasado casi un mes desde su
secuestro, la llevaron hasta una zona de monte, junto con otros detenidos, casi
todos vecinos del mismo barrio o de los alrededores y la dejaron allí,
lastimada, malnutrida, sucia y con frío. A gatas, llegaron a la estación de
Famaillá y subieron a una formación que los dejó en su pueblo.
Al volver a casa, se encontró con que la salvajada había
continuado sobre los que habían quedado y continuó después de su regreso:
“volvieron, una y otra vez, a robar y golpearnos. Nos dejaron sin nada y todos
los días nos aporreaban. Uno de mis hermanos tenía tumores por los golpes”.
Conmovida y llorosa, no pierde en ningún momento la voz hasta el
final de su relato. “Me arruinaron –afirma-. Perdí mi familia. Perdí el trabajo
en la fábrica. Estoy enferma por lo que me hicieron. Este sufrimiento no lo
reciben ni los animales”.
Uno de los
defensores pidió que –en el futuro- cuando haya testigos que piden declarar
bajo los términos del protocolo que protege a las víctimas de abuso sexual, se
desaloje también a la prensa. Ellos preferirían que estos relatos queden entre
las cuatro paredes de la sala del juicio. Que no salgan a la calle. Que nadie
se entere de que los “defensores de la patria” violaban mujeres en banda o que
robaban en las casas de familias obreras. Porque, claro, es difícil de explicar
que una adolescente que extraña su medallita de los 15 años era el demonio del
que venían a salvarnos.
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